Sé que la línea entre autocriticarse y situarse en posición de victimario es delgada.
Estos son los momentos en que pienso que quizás Dios ya no sepa qué hacer conmigo.
Yo no sé qué hacer conmigo.
No me culpo de todo, he de confesar, sin embargo.
Me causa curiosidad cuán capaces de juzgar al otro somos.
Me gustaría que alguien venga acá, a sentarse exactamente en el asiento de la historia de mi vida
y critique agudamente mi personalidad y mis reacciones.
Me gustaría cambiar, casi por arte de magia,
ser una versión mejorada de mi propio yo;
¿qué digo mejorada?
Perfecta.
Pero no es así,
no lo soy ni lo seré.
Es curioso cómo tenemos imanes históricos profundamente jalándonos
a los mismos puntos de nuestra historia, la cual creímos madurada.
Pero no.
Otra vez, en el núcleo más primitivo de nuestros propios yo,
volvemos a encontrarnos.
Quizás yo ya no tenga remedio,
quizás no valga la pena seguir intentando,
quizás hoy, me permito sentir el vacío
de la incierta fortuna,
el vacío de la falta de fe en absolutamente todo.